Álvaro Uribe en el banquillo del odio

Por: Jesús Mora Díaz

Álvaro Uribe Vélez no enfrenta un juicio: enfrenta una batalla política. La toga se convirtió en espada, el estrado en patíbulo, y los fiscales en verdugos disfrazados de jueces imparciales. Lo que está en juego no es la verdad, es el trofeo. Y el trofeo es él.

Lo persiguen por haber osado enfrentarse a las FARC. Por desmontar, con resultados, una estructura criminal que durante décadas tuvo a Colombia de rodillas. Por haber gobernado sin pedir permiso a los territorios ni a los narcotraficantes. Por haber hecho lo que muchos pensaban y pocos se atrevían a realizar: que con el terrorismo no se negocia, se lo derrota.

Ese legado no se lo perdonan. Y como no han podido derrotarlo con votos, ni destruirlo con escándalos, ahora intentan sepultarlo judicialmente. Para eso se aliaron los sectores más radicales del poder político, los despachos contaminados de ideología y los medios convertidos en jueces morales de alquiler. Una coalición silenciosa, pero efectiva, cuya consigna es clara: hay que borrar a Uribe del mapa.

El caso que lo tiene hoy acorralado es un tejido de contradicciones, testigos premiados, versiones cambiantes y un guion que se acomoda a la necesidad de su destrucción. Lo que vale no es la prueba, sino la narrativa. Y en esa narrativa, Uribe debe ser el monstruo, aunque para lograrlo haya que acomodar la justicia a los caprichos del resentimiento.

Vivimos tiempos peligrosos.
La justicia ya no busca verdad, busca revancha. Se ha convertido en una herramienta política, manejada con guantes ideológicos por quienes jamás toleraron que un hombre de la ruralidad y carente de alcurnia llegara a gobernar con el respaldo del pueblo, sin deberle nada a nadie. Y peor aún: que lo siga haciendo desde su palabra, su influencia y su historia.

El mensaje es claro: al que se oponga al nuevo orden lo callan, lo enjuician o lo cancelan. Y si lo permite el país, lo entierran.

Álvaro Uribe está pagando el precio de haber puesto al Estado por encima del crimen. Hoy, los que no lo lograron en la selva, ni en las urnas, lo intentan con togas.

Y si lo logran, lo peor no será su condena.
Lo peor será lo que esta nación perderá al permitir que la justicia deje de ser un poder independiente para convertirse en un instrumento a disposición del gobierno de turno.

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