
A veces la vida no mide el tiempo en años, sino en la huella que deja un ser humano. Miguel Alexander Rebolledo García tenía apenas 24 años, pero ya había iluminado con su presencia a todos los que tuvieron la fortuna de cruzarse en su camino. Era patrullero de la Policía Nacional, pero también hijo, amigo, artista, y un barranquillero de esos que nunca dejan de bailar con el alma.
Este jueves 24 de julio de 2025, la tragedia irrumpió sin aviso en la vía que conecta al histórico Distrito de Mompox con el municipio de Guamal, en Magdalena. Miguel perdió la vida en un siniestro vial mientras cumplía su labor, en silencio, como lo hacen los que han aprendido que servir es un acto diario de entrega. El país seguía su rutina, ajeno a que un corazón noble se apagaba sin ruido, dejando una estela profunda de dolor entre compañeros, superiores y familiares.
La noticia se regó como una tormenta de tristeza. Los primeros en saberlo fueron los uniformados de la Seccional de Tránsito y Transporte de Bolívar, quienes acudieron al sitio del accidente y asumieron la investigación. Pero más allá de las causas técnicas, el peso del silencio fue el verdadero testigo: ese silencio que quedó en los radios policiales, en las estaciones, en las patrullas. Ese que grita cuando un buen hombre se va.
“¿Miguel Alexander? ¿El mismo que siempre sonreía, el que nunca decía que no?”, preguntaban sus compañeros sin entender, con ese nudo en la garganta que no se va con palabras.
Miguel era puro Caribe. Nació en Barranquilla y llevaba su ciudad en la piel, en la risa amplia, en la cadencia al caminar, en la pasión con la que defendía al Junior, su equipo del alma. Bastaba que alguien dijera algo contra “El Tiburón” para que él respondiera con vehemencia, pero sin perder la amabilidad que lo caracterizaba. Le gustaba la salsa, la de verdad, la de Héctor Lavoe, la de Joe Arroyo. “La Rebelión” le corría por las venas como un himno. No necesitaba pista de baile, porque donde estuviera, si sonaba una buena canción, se le movía el alma.
Pero también era un artista silencioso. Le gustaba dibujar. Tenía cuadernos llenos de trazos que hablaban más de él que sus propias palabras. Dibujaba lo que veía, lo que soñaba, lo que no decía. En sus ratos libres, agarraba un lápiz y dejaba que su mente viajara por mundos que tal vez nunca conoceremos del todo.
Entró a la Policía Nacional hace apenas un año y siete meses. Poco tiempo, sí, pero suficiente para que sus superiores notaran algo especial. No tardó en recibir condecoraciones y acumuló 12 felicitaciones oficiales por su buen desempeño. Era dedicado, responsable, puntual. Pero lo que realmente lo hacía destacar era su calidez humana. Miguel era ese patrullero que escuchaba, que se ofrecía, que preguntaba si estabas bien. Que podía estar agotado, pero aún así tenía una sonrisa para dar.
En el grupo de la Fuerza Disponible, donde prestaba servicio, lo recordaban como alguien que siempre estaba ahí. Sereno, atento, compañero. Era amigo de sus amigos, de esos que no se esconden cuando hay problemas. De los que van, se sientan, escuchan, y si hace falta, simplemente se quedan en silencio al lado del otro. Su energía era suave pero firme. Su presencia, tranquila pero segura. Había madurez en su mirada, una que sorprendía para su corta edad.
“Era muy joven… pero comprometido, firme en sus convicciones…”, recuerda con nostalgia el comandante (e) de la Policía de Bolívar, coronel John Edward Correal Cabezas. Tenía futuro, tenía todo para seguir creciendo en la institución, pero sobre todo tenía un corazón inmenso”.
Su historia no es solo la de un accidente. Es la de un joven que eligió servir, que entendió el uniforme como un compromiso con la vida, con la ley, con la gente. Que no alcanzó a cumplir todos sus sueños, pero sí dejó marcas profundas: en los barrios que patrulló, en los niños que lo saludaban al pasar, en los compañeros que compartieron con él un almuerzo bajo el sol, o una charla nocturna en medio de un puesto de control.
Desde Barranquilla, su familia y sus amigos de barriada aún no lo creen. El tiempo, de pronto, se detuvo. Su madre llora en silencio mientras abraza la camisa que él dejó doblada la última vez. Los vecinos lo recuerdan dibujando en la terraza, riendo con los amigos, hablando de fútbol o planeando su siguiente guardia.
Y en cada rincón donde Miguel estuvo —desde los caminos calientes de Bolívar hasta los senderos rurales que caminó con convicción— su nombre queda sembrado como símbolo de valor callado, de entrega sin espectáculo, de servicio con alma.
“Hoy, la Policía Nacional de Bolívar le rinde homenaje. Colombia pierde a un servidor con alma de artista y corazón Caribe. Hoy, Miguel Alexander Rebolledo García se convierte en nombre imborrable. Descansa en paz, patrullero. Tu sonrisa, tu arte, tu salsa y tu entrega seguirán patrullando por nosotros”, anota el coronel Correal Cabezas con la voz entrecortada.
Hoy no solo se ha ido un policía. Se ha ido un buen hijo, un amigo leal, un joven con sueños, un barranquillero de alma alegre. Pero su memoria, como su dibujo más querido, quedará grabada para siempre en quienes lo amaron.
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