
Durante 14 años, su hogar fueron las aceras calientes del Centro Histórico de Santa Marta, su techo el cielo estrellado y su alimento, lo que la calle le ofrecía.
Con una bolsa al hombro y los ojos cargados de silencios, pedía unas monedas o recogía chatarra para sobrevivir, mientras el mundo pasaba de largo.
Su nombre se volvió habitual entre comerciantes y transeúntes, pero pocos sabían de sus luchas internas ni del peso que arrastraba cada día.
A comienzos de este año, cuando parecía que la esperanza ya no tocaba su puerta, tomó la decisión que cambió su destino: ingresar voluntariamente a un centro de rehabilitación.
Allí pasó cuatro meses batallando con su pasado y reencontrándose con lo que aún quedaba de sí mismo. Hoy, con pasos más firmes y el corazón menos roto, regresa a los brazos de su familia, quienes lo esperan con fe renovada para seguir acompañándolo en el camino de su recuperación.
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